domingo, 27 de julio de 2008

I.-

Podríamos permitirnos el lujo de beber algo. Una cerveza, sí, yo me apunto con una cerveza; es lo más económico y el día está ideal. ¿Tú? Bueno, entonces está hecho. Iremos al supermercado a comprarlas y luego volveremos y nos tenderemos sobre el pasto a olvidarnos un poco de todo, excepto de nosotros. Tú y yo nos quedaremos aquí, bajo este árbol y sobre este pasto mirando al cielo ¿Te parece bien? No hay nada que hacer, las clases terminaron, no hay trabajo al que llegar y si lo hubiera no importa, hoy es domingo y el día es perfecto. Podemos imaginar tú jardín y no te preocupes por los libros, tengo uno de quinientas páginas en mi bolso que según la editorial es de bolsillo pero no hay modo hacerlo entrar en un bolsillo. Podemos utilizarlo como respaldo. Puedes apoyar tu cabeza allí si quieres, pero te advierto, mi bolso es más acolchadito. Lo digo esencialmente por los papeles, los sobres de cartas, las páginas arrancadas, los envoltorios de dulces y esos cuadernos arrumbados, que discretamente me tuercen la espalda al caminar. Está bien, entonces olvidémonos un poco de todo ¿ves el cielo? ¿Ves la forma de esas nubes? Si no estuvieran esas ramas juraría que estoy volando.


sábado, 26 de julio de 2008

Los pájaros


La lluvia cayó un día antes. Habían pozas en la calle, hojas desparramadas por la acera, y autos que cubiertos de agua, se deslizaban arrojando una que otra gota en el más completo desorden. Él salió a recorrer un pequeño tramo de la ciudad mientras ella se daba una ducha. Él llevó su cámara fotográfica y decidido a capturar al árbol más imponente, cruzó de plaza en plaza, un sin fin de ciruelos, robles, y abedules. Cuando llegó al lugar más promisoriamente fotográfico, vio a alguien que cómo él, saltaba con mucho cuidado los lodazales que cubrían el pequeño parque y que coincidentemente traía una cámara fotográfica. Una Nikon profesional negra con un lente de por lo menos, unos diez centímetros de largo. El tipo parecía ser un hippie, el típico artista libre, el free lance del siglo XXI que fotografía a la naturaleza en sus estados más primigenios. Vestía un pantalón de tela (aunque parecía lino) blanco y un chaleco con llamas, alpacas, guanacos, auquénidos a fin de cuenta, estampados en un degrade negro y naranjo. También, y esto es lo que lo hace perfectamente hippie, le colgaba un morral café. Él, no el hippie, sino sólo él, el de la cámara digital amateur, el del árbol imaginario, perfecto e imponente, el de la mujer tomando una ducha después de un día de lluvia, lo miraba con detención. Lo desconcertaba la actitud del hippie, no tanto por su deambular torpe, sino por el elemento que llevaba en su mano y que a ratos apoyaba en rocas o con un poco más de paciencia, sobre alguna rama al alcance de la mano, una lo suficientemente resistente como para soportar el elemento. A él, le dio la impresión de que se trataba de una escultura en madera, un ave probablemente, aunque la contextura del objeto fuese tosca y de proporciones no ajustables a un ave, que como sabemos, suelen ser delicadas, esbeltas, verdaderas sílfides de los cielos. Pero su impresión prosiguió e insistió hasta el punto que él, ya no creía ni pensaba que se tratase de un ave, por el contrario, lo asumió con certeza y lo miró con detención. Vio como el hippie colocaba esa ave de madera (que ahora le parecía un búho) sobre una piedra en medio del parque. Vio como se detuvo frente a ella y dio el primer disparo. Vio como se alejaba, dos, tres y hasta cinco metros y presionaba nuevamente el botón de la cámara y luego se acerba, dos, tres y hasta cinco metros, para tomar el búho de madera y llevárselo con él, quizás quien sabe donde. Él miro como se retiraba y pensó en algo que fotografiar. En principio era un árbol, pero ahora se le antojaba fotografiar pájaros y entonces miró hacia el cielo como quien busca estrellas fugaces de noche y sólo encontró nubes blancas contrastando con el cielo que vieron sus bis abuelos, un cielo limpio, pacífico, un cielo que perfectamente podría ser el océano y que de pronto cae encima de Santiago sin previo aviso, como una venganza secreta de los pájaros que día a día, pierden su rumbo y terminan siendo iconos o en el mejor de los casos, esculturas que reviven después de la lluvia.