
La primera vez que viví un choque de autos, tenía ocho años. Mi padre conducía un Fiat 600 blanco del setenta y lo acompañaban mi madre, mi abuela y mi hermana. Claro, yo también estaba metido allí. Iba atrás y entendía a medias lo que pasaba. Según lo que recuerdo, fallaron los frenos e inevitablemente fuimos a dar con una micro. El impacto fue mínimo gracias a la inconsistencia del Fiat y a la velocidad insignificante que mi padre imprimió no sin antes, realizar un par de buenas maniobras. Fue como chocar sin movernos o movernos un ápice para chocar y así acabar todo pronto, quizás por eso no hay traumas ni recuerdos claros.
Cuando el conductor de la micro se bajó, mi padre ya estaba afuera ponderando daños. Nada del otro mundo decía a mi madre en parte para tranquilizarla y en parte para tranquilizarse él mismo. Una caricia en el tapabarro, un topón, nada que no se solucione con un par de martillazos. Al final, unos billetes por aquí y por allá, y nunca ha pasado nada. Llegó uno de mis tíos con su Mazda del 80 y nos remolcó hasta la casa de mi abuelita. Durante dos meses el Fiat estuvo instalado en el patio como si fuera una extensión de la casa, un cuarto con diseño innovador, o un aviso subliminal de venta. Cuando salió de la casa se llevó un barco a escala que armamos con mi padre. Nunca más supe del Fiat ni de mi barco.
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