Santiago es una ciudad antagónica. Probablemente igual de antagónica que todas las grandes metrópolis. Probablemente igual de pedante que todas las grandes urbes. Pero Santiago va más allá. Santiago es Parménides; amor y odio. La teoría dice que la ciudad es la antítesis del campo y que además de los cuatro mil habitantes como mínimo, la ciudad concentra servicios que en el campo no existen. A Santiago la odias o la amas porque justamente es la excepción a la regla de los geógrafos. Santiago es en realidad un gigantesco patio rural por donde transitan vestigios de panfletos liberales y de pastiches decimonónicos. Es como una decoración importada por algún programa de reambientación en veinticuatro horas. Se cambia el papel mural, los sillones, los cuadros, se da un nuevo orden, se sacan y agregan cosas, pero lo esencial sigue estando allí. ¿Quién tiñe el pelo del protagonista? ¿Quién saca el diente de oro del dueño de casa? Supongo que la misma televisión o el impacto mediático cortoplacista del modelo neoliberal. Componendas dignas patriarcas de la reumatología autodidacta. Al final, Santiago con su Cañada inalterable en el fondo, (con sus encomenderos, estancieros y buitres de mármol impermeables al tiempo) y sus espejos arbitrarios, descomunales e implacablemente agotadores, da esa sensación de arrobamiento y pertenencia que encuentras en pocos sitios. Chocas con la gente en Huérfanos y ese mismo choque, es el que odias y amas. Como Parménides atrapado por su concepto de odio, tremendamente incómodo y cansado, pero con la mirada fija en el espesor de la palabra que siempre dejamos para el final.
jueves, 26 de junio de 2008
La última metropolis de la tierra
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